Ya estaba otra vez en la tan deseada y temida betaespera…

Por fin esperaba la parte más temida y esperada a la vez de mi primera FIV en el Hospital de Sant Pau. Llegamos a casa los 4, es decir, aquí la incubadora con patas, Mr. N y los 2 polluelos. Fui al baño, con un miedo horrible a que se fuesen por el desagüe. Al limpiarme vi un hilito de sangre rosada en el papel, entré en pánico, sin más. Futuro papi me tranquilizó como pudo. Sé que para él tampoco era fácil y me dijo que no me moviese del sofá. Empezaba otra espera desesperante, la novena ya. A pesar de la experiencia sabía que ésta iba a ser especialmente difícil.

Era la primera vez que tenía la seguridad de llevar vida en mi interior. Eran 2 preciosos embriones que lo único que tenían que hacer era sobrevivir y agarrarse fuerte a mí. Parece poca cosa ¿verdad?. Pues sin duda para mí la parte más difícil de los tratamientos. Ya nada estaba en mis manos, sólo me quedaba rogar por ese positivo que tanto anhelábamos y cuidarme para intentar ayudar en lo posible.

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Como todas, había leído que era recomendable:

entre otras cosas beber bebidas isotónicas, y comer sardinas y nueces así que ya imaginaréis como estaba de surtida mi despensa. La bebida no me gustaba nada pero aún así me obligaba a tomarme mínimo un par de vasos grandes al día, todo me parecía poco para ayudar a mis pequeñines que sabía estarían luchando como campeones por quedarse conmigo.

Fueron pasando los días, muy lentamente, aunque la primera semana fue un poco más llevadera, sobre todo en cuanto empecé a encontrarme ya bien de todo el «toqueteo». Aún así fueron días de mucho relax, de sentirme mimada y cuidada como el tesoro más valioso. Cada noche al acostarme me dormía acariciando mi vientre, rogándoles a mis embrioncitos que se quedasen, diciéndoles lo mucho que los amábamos ya. Lloré mucho también, casi siempre sola para no preocupar a mi familia, consumida por los nervios y la incertidumbre.

Cuando empezó la segunda semana pasé por todas las fases, la de sentirme esperanzada, casi segura de haberlo conseguido a la de la total negación y vuelta a empezar con la ilusión de sentirme embarazada. Me consumía la espera, estaba deseando hacerme uno de esos test de tira que tantas veces me habían pasado por toda la cara mi odiosa infertilidad. Estaba segura, o por lo menos según el momento lo estaba, de que esta vez vería una hermosa raya rosada.

Evidentemente no aguanté las 2 semanas que me dijeron en el hospital antes de hacerme el test de orina.

La impaciencia me pudo y ya el 10 día post transferencia, sin decir nada a nadie, me levanté bien temprano y me atreví a hacérmelo. Recuerdo como me temblaban las manos. Tenía ya mis cólicos típicos de la regla pero me aferraba a lo que siempre decían las chicas afortunadas: los síntomas de embarazo son los mismos que los menstruales.

Dejé el dichoso palito en el baño. Tuve que salirme porque no aguantaba el seguir mirándolo y no ver nada. Me fui a mi habitación. Intenté aguantar un par de minutos y volví a comprobar el resultado. Blanco, blanquísimo, igual de blanco que mi cara, imposible que fuese más blanco. Se me llenaron los ojos de lágrimas pero aún así decidí respirar hondo y darle un poco más de tiempo. Metí la tira en su sobre y el sobre en el bolsillo de la chaqueta que llevaba. Lo tocaba por fuera como queriendo que milagrosamente se marcase la dichosa raya. Y así estuve no sé cuanto rato, sacando el sobrecito y mirando la tira, poniéndola en la ventana para ver si se intuía algo. Lo volvía a guardar y a los pocos minutos volvía a mirarlo.

Hasta que no sé cuanto rato después lo tiré a la basura, ya sin poder contener las lágrimas que traidoras caían por mi cara y me mojaban la ropa.

Sentía como si hubiese perdido a mis hijos,

no se habían quedado conmigo ¿por qué? no entendía qué había pasado, solo sabía que dolía mucho, muchísimo más de lo que creía que pudiese tolerar.

Cuando Mr. N. llegó del trabajo no le hizo falta preguntar mucho. Además de ver mi cara, no aguanté más de 5 minutos sin echarme a sus brazos, rota de dolor. Me calmó como pudo, diciéndome que no diese nada por perdido. Aún no me había venido y eso era bueno. En el hospital nos habían dicho 14 días y que sería por algo. Yo quería creerme todo lo que me decía pero algo dentro de mí sabía con seguridad que el test no se equivocaba. Esa noche nos durmimos abrazados, con las manos de ambos en mi barriga, secando mis lágrimas con dulces besos.

Por la mañana ya no tenía ninguna duda de que habíamos vuelto a fallar, mi período siempre ha sido muy doloroso (gracias amiga endometriosis) y esta vez no iba a ser menos. Fui al baño y nada más bajarme la ropa vi la horrible prueba de nuestro fracaso. A pesar de la progesterona la rojilla se rió de mí nuevamente, con crueldad, recordándome que no me lo iba a poner nada fácil y que por ahora ella era quien ganaba, otra vez.